MISA Homilía en la Misa de Nochebuena de monseñor Andrés Stanovnik Hay tres palabras que atraviesan el misterio de la Nochebuena: luz, alegría y paz. La esperanza que nos acompañó durante el Adviento se hizo realidad cuando escuchamos el gozoso anuncio del Evangelio: “No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc 2,9). Por eso, en la oración con la que iniciamos esta Eucaristía, decíamos: “Dios nuestro, que has iluminado esta santísima noche con la claridad de Cristo, luz verdadera…”, reconocíamos gozosos que el nacimiento de Jesús iluminó definitivamente la noche que pesaba sobre la condición humana y la colmó de alegría y de paz con su presencia. Dios, en su infinita sabiduría y amorosa fidelidad al hombre que él había creado, fue preparando su entrada personal en la historia humana. En la primera lectura escuchamos los oráculos que el profeta Isaías pronunció ocho siglos antes del nacimiento de Jesús. Ya entonces ese hombre de Dios preanunciaba la llegada del Mesías-niño: “Sobre los que habitaban en el país de la oscuridad ha brillado una luz”, y en seguida el profeta se dirige a Dios: “Tú has multiplicado la alegría, has acrecentado el gozo (…) porque un niño nos ha nacido (…) su soberanía será grande y habrá una paz sin fin”. Y ese nacimiento se vinculaba con el fin de las guerras: “porque las botas usadas en la refriega –decía el texto de Isaías– y las túnicas manchadas de sangre, serán presa de la llamas, pasto del fuego” (cf. Is 9,1-6). Así vemos cómo la esperanza de ese nacimiento iluminaba el camino de la historia de los hombres anunciando la paz hasta la llegada del Salvador. Luego, el Apóstol Pablo, ya iluminado por el encuentro con Jesús, le escribe a su discípulo Tito la carta, de la que escuchamos un fragmento donde decía: “La gracia de Dios, que es fuente de salvación para todos los hombres, se ha manifestado”. Esa gracia de Dios es nada menos que su Hijo Jesús. Esa gracia –que es Jesús– nos enseña –afirma san Pablo– “a rechazar la impiedad y los deseos mundanos, para vivir en la vida presente con sobriedad, justicia y piedad, mientras aguardamos la feliz esperanza y la manifestación de la gloria d nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús” (cf. Tit 2,11-14). Para que podamos comprender el mensaje tanto del profeta Isaías, como del Apóstol Pablo, debemos asomarnos al misterio del Dios hecho hombre, representado en la humildad y sencillez de un pesebre. En Navidad –decíamos los obispos en el reciente mensaje– Dios se hace cercano y asume nuestra condición humana haciéndonos sus hijos y renovando los vínculos familiares y sociales. Dios entre nosotros, identificado con nuestra humanidad menos en el pecado, modifica sustancialmente y para bien de todos, el modo de relacionarnos unos con los otros, con las cosas y con Dios. Él es la luz que nos ilumina el camino de la paz y colma de alegría nuestra vida. Al mirar el pesebre, estamos invitados a renovar el mandamiento del amor y rechazar decididamente todo aquello que lesiona la dignidad humana y la sumerge en un mundo de tinieblas. En ese mensaje, advertíamos que la ausencia de paz tiene su raíz en el corazón del hombre herido por el pecado. Vemos sus consecuencias en los desequilibrios sociales y económicos que reclaman un orden mundial más justo; en el desprecio por la vida que es el derecho fundamental de la persona; en el delito del narcotráfico y la trata de personas; en los fanatismos que utilizan el nombre de Dios para justificar la muerte; en el odio que cierra el camino a la reconciliación; en la corrupción y la falta de ejemplaridad que empobrece el nivel moral de la sociedad; en una cultura individualista que debilita los vínculos personales y los lazos comunitarios; en un modo de pensar que privilegia el éxito del tener sobre la riqueza del ser y sus valores. El hombre no se salva solo, por el contrario, solo y aislado no le queda más que su propia miseria. Sin embargo, al contemplar el grandioso misterio que se reveló con el nacimiento del Hijo de Dios, desbordamos de gozo con María, José y los pastores, reconociendo que la Navidad es el sí de Dios al hombre para acompañarlo a crear un mundo más humano, justo y fraterno. Así lo intuyeron los profetas cuando anunciaron el nacimiento de un niño, que será prenda de paz y el cese de las guerras; así lo predicó san Pablo al proponer un modo de vida sobrio, justo y piadoso; así lo predica también hoy la Iglesia cuando nos invita a pedir a Dios “la valentía de la libertad de los hijos de Dios para amar a todos sin excluir a nadie, privilegiando a los pobres y perdonando a los que nos ofenden, aborreciendo el odio y construyendo la paz. Concédenos la sabiduría del diálogo y la alegría de la esperanza que no defrauda”. Dejando que la luz de la Navidad ilumine la realidad cotidiana de nuestra vida, decimos que Navidad es familia; es perdón y amor entre los esposos; es dar espacio y atención a los hijos; es hacerse cargo con amor de los ancianos, es comprometerse con la justicia; es promover la paz; es respetar, estar más cerca y ayudar al que es más débil, al que sufre y al pobre; es ser honesto en la función pública, en el comercio, en el trabajo, en la empresa; es cuidar el ambiente y estar dispuesto siempre a colaborar en todo lo que es bueno para la comunidad. ¿Por qué decimos que ése es el camino de la Navidad y que ésa es la propuesta que más humaniza a las personas y a la comunidad? El motivo principal es porque Dios nos ama, y porque Él mismo nos reveló cómo se transita el camino del verdadero amor. La prueba de que Dios nos ama y que su amor no tiene límites, se expresa de un modo sublime en la austeridad, sencillez y fragilidad del pesebre; continúa luego en el despojo total de sí mismo en la cruz, y llega a su culminación en la mesa de la Eucaristía. Tres grandes momentos de un solo misterio: el pesebre, la cruz y la eucaristía. La clave de ese profundo itinerario espiritual es Cuerpo entregado y la Sangre derramada por el Hijo de Dios hecho hombre, para salvarnos del pecado, la muerte y el mal. Contemplemos en conjunto los tres momentos: el pesebre, la cruz y la eucaristía. Hagámoslo con María, la Madre de Jesús y Madre nuestra; y pidámosle que nos introduzca suave y firmemente en ese misterio de luz, de paz y de alegría, para que inundados de la gracia de Dios y decididos a vivir de acuerdo con ella, seamos testigos valientes con nuestras palabras y, sobre todo con nuestro modo de actuar, de que es posible un mundo donde nos queramos más, nos respetemos, seamos más amables, justos y fraternos con todos.
Jueves, 25 de diciembre de 2014
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